martes, 8 de marzo de 2011

Carnivaleando

Cuando le conocí, eran los tiempos del frío sin clemencia, eran los tiempos de cubrir con mantas los recuerdos y las orejas de los vientos que sonaban a suspiros. Todo yo era el vademécum de lo que se ha sufrido, de lo que no se ha amado, del olvido que no olvida a quien ya no lo recuerda, era un tipo gris con cara de fallida tormenta y facha de lo que se ha perdido y nunca se ha buscado. Eran, por otro lado, los tiempos en que en las aceras los nativos freían sesos y huevos, de poeta los primeros, de gallina los segundos, sobre los cofres de los autos y a sus propios cerebros adentro de sus cráneos bajo el sol candente que caía aplomo incluso por debajo de las sombras, y estaban así, escuálidos, con los ombligos casi estallándoles sobre las inmensas anémicas barriga, pues el alimento era escaso, la poesía también y el frío no daba para chispas, no daba para nada.

Y ahí estaba , en la esquina de Providencia y Esperanza a las doce de todos los días con el sol cayéndose a pedazos, y yo embozado en cuatro abrigos y restregándome las palmas de las manos cubierta por los guantes de astracán que me obsequiara el ultimo amor de mis amores, exhalando vaho tibio y frotando de vez en vez los ojos para que los lagrimales no se congelaran, dando ridículas pataditas a la ardiente acera para disfrazar el temblor con el que los músculos se entretenían.

De pronto y de la nada, por allá, a media cuadra, apareció con sus rulos dorados como llanto de cielo ante la mirada de los nativos que ya babeaban su comida, y de la mía que siempre hacía agua, cubría casi sus carnes con un casi trapo casi blanco, tal vez angelicalmente demasiado blanco, el sonar de sus caderas no avizoraba que fuera a cambiar de acera, su paso era lento pero seguro, su mirada, ay, su mirada de poesía toda se alternaba entre la mía que hacía siglos no veía ningún portento y la de ellos que le miraban con las vísceras, de su ojos se colgaban horizontes completos, calmos, tibios, llenos de colores inventados sólo para ser cortados como mandarinas, y su piel, Dios mío, su piel no hay forma de describirla, sólo sé que el habla se perdía en la garganta antes de ser emitida.

Después no sé, no recuerdo quien le quitó la vida a ésa alucinación magnifica, nada importa si fui yo o fueron ellos, tampoco sé y poco importa quién le destazó y puso sus carnes a freír sobre el cofre del auto desvencijado.

Ese día, con el sol en el cenit y con mi encabronado frío de maldición verdadera, llenamos juntos nuestros intestinos de piel, carne y poesía, les enseñé a los nativos que no solo los sesos eran alimento bueno, que también la carne cuando se ve con deseo es verbo, comimos como nunca, sin remordimientos ni pecado, pues el pecado no existe cuando algo, sea lo que sea, se hace por amor, o por lo menos creyendo que por ello se hace.

Desgraciado de mí, que error tan grave, ahí tuve el remedio para el frío y preferí tragar con lujuria como en los tiempos de buenaventura, ahora vivo a salto de mata dos o tres pasos por delante de los nativos que andan tras mi carne y de mi verbo que nada tiene de poesía, lo único bueno es que de tanto correr creo que casi se me ha quitado el frío.


Gayo. 4.3.11 en una tarde en la que la un mensaje, una carta, unas palomas de humo mensajeras abrasarían un poemario con dedicatoria y tal vez se fuera el frío.

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