Durante años, infinidad de años, han sido ellos los que me han buscado, los que me ha tentado, los que por broma o afición me persiguen. Han sido ellos los que con las más bajas argucias han tratado de seducirme y no los culpo, la realidad es que el pecador fui yo, o al menos así lo creo, de lo que si estoy seguro, de lo que no tengo duda, es que éste eterno ritual en el que vivo, es el castigo que me ha sido dictado.
Todo comenzó antes de que yo mismo tuviera razón, de verdad, y lo juro, no sé cual fue mi pecado original, no sé el por qué soy un paria, un maldito, un gandaya, un perseguido por las más ¿despreciables? pasiones. Pero en realidad tampoco me quejo tanto, el deseo es una pócima encantadora. Si acaso el único dolor que siempre me queda es que jamás he podido, y tal vez jamás podré, culminar con la explosión del llanto blanco de mi cuerpo dentro de su ser el acto que tanto deseo y que es el vértice de la cruz que he de cumplir.
Todo comenzó aquella tarde en la que Pedro no quiso soltar la sopa y negó mas de dos veces a sus camaradas y al señor que antes le había dado de comer y de beber, fue la tarde en la que los oriundos pedían a gritos sangre y carne, llanto y muerte, la tarde en la que se terminaron de un tajo los milagros a ojos vistas, la tarde en la que el cielo se cerró mientras que yo, alejado de las traiciones, la diabólica política y los tumultos, moría a solas ávido de amor y sexo.
En aquel tiempo, ya tenía mas de doscientos años de vagar, de ir y venir, de morir cada tarde, cada noche y despertar vivo en cada amanecer sólo para repetir la odiosa rutina, sólo para abrir mis venas y darme cuenta que de no había modo de mantenerlas abiertas. Sin embargo, por absurdo que parezca, mis ojos en aquel entonces aún sabían asombrarse, aún sabían llorar, aún se cerraban de cuando en cuando para hacer lo que mejor saben hacer los ojos cerrados: soñar.
Fue entonces, en uno de esos sueños repentinos cuando lo vi a lo lejos tirado debajo de una higuera, su alma, al igual que su cuerpo semidesnudo con lo poco de su ropa echa jirones hubieran podido ser el desprecio de cualquier mendigo. Miré a un lado y al otro, no había nadie, su soledad y la mía eran sin vacilación las soledades mas tristes y sin remedio que cualquiera pueda imaginar, sentí harta piedad de mí y me acerqué con la intención de darle de comer un poco de pan y beber un poco de vino que despreció sin miramientos y que yo había robado la noche anterior de una mesa donde se sirvió una cena en la poco después, supe que él había sido un invitado.
Levanté su cabeza del suelo para posarla en mis rodillas, acaricie su andrógino y angelical rostro para poder mirarlo y a la vez librarlo de los rulos de su cabellera negra como noche que le llovían sobre los ojos y le ahogaban la mirada, sentí en una mano el fuego de su piel canela, en el corazón toda la misericordia posible y en la otra mano las plumas que nacían de su espalda y que parecían madroños de estopa con la que ha sido limpiado por años las lámparas de aceite y los incensarios de algún templo pagano.
Cuando me miró a los ojos, vi que se encontraba en el fondo, más allá de su situación sólo quedaban los fuegos del infierno, lo supe porque yo de ellos venia saliendo, su voluntad había sido completamente resquebrajada, sólo le quedaba lo que para otros, los normales, era el lujo de respirar y que para nosotros los caídos, era el hálito que nos descubría ante los ojos de cualquiera como malditos.
Mi piedad en aquel tiempo era tan grande como mi lujuria, y sus ojos negros de obsidiana, su cabellera como tempestad nocturna, sus labios curvos de acertijo, su piel sedosa de color canela, la inmensa ternura que se desprendía de su desamparo y su cuerpo todo sin sexo a la vista, eran la formula perfecta para saciar los mas bajos instintos a los que yo de antemano había sido sentenciado.
Limpié su rostro y le besé en frente, mis labios se acercaron a los suyos a un suspiro de distancia, sin embargo, cuando iba a realizar la conjunción deseada, mis labios se abrasaron a su aliento y comenzaron a fundirse como si fueran cera alrededor del pabilo en llamas, alejé con temor mi rostro, no así mis manos que continuaron con malicia acariciándolo con la esponja llena de agua con la que lavaba su cuerpo y que debió parecer bendita, pues al tiempo que el cochambre de su piel salía, él se iba incorporando batiendo lentamente sus desastrosas alas hasta ponerse de pie. Sus labios, ay señor, ¿cómo olvidarlo?, se movieron para ofrecerme una sonrisa llena de ironía y ternura si es que eso se puede, una sonrisa tan enorme que aun perdura hasta nuestros días y que se puede mirar en las noches claras cuando la luna, siendo apenas el filo de una uña, se disfraza como rama de árbol dispuesto para horca.
Fue ese día cuando aprendí que jamás tendría descanso, que por mas que me ocultara en algún local alejado de la mirada del señor y rodeado de nativos hambrientos de sesos y sedientos de verbo, ellos, los caídos, por culpa de mi maldecida piedad seguirían buscándome cada vez que necesitaran quien les reconfortara, quien les otorgara una caricia que al ser concedida no condenara a nadie, un maldito que al mirar al cielo no tuviera con quien quejarse, un inexperto del sexo que por más que estuviera cerca de su piel y de ellos jamás pudiera conocer si tienen sexo, una victima de sus chanzas a quien removerle toda la lujuria de su alma y cuerpo sin que pueda reventar en todo lo posible, el llanto blanco de su cuerpo.
Gayo. 24.3.11 en una tarde en la que, después de pagar la cuenta del teléfono y rumbo al local, me ha seguido una parvada de seres alados, una parvada de golondrinas sin nidos, sin adioses.
viernes, 25 de marzo de 2011
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